miércoles, 25 de junio de 2014

TENERSE A UNO MISMO



Sin nada interesante que mostrar, aprisionado en una rutina que al mismo tiempo tranquiliza y desespera, sin haber regresado de un largo viaje en el que durante un tiempo la mirada haya reposado en la eternidad de un pasado convertido en ruinas, ¿cuánto de interesante podría contar? "No me tengo más que a mí mismo", manifestó Arthur Rimbaud, y en esta declaración de principios en el azaroso final de su vida radica la justificación de toda escritura y de una actitud frente a la existencia. Escribirse a si mismo, incluso en su versión más anodina, en la menos proclive a la brillantez de los días transcurridos, es ya, en si misma, una actitud. Puede que, a fin de cuentas, nuestra única tabla de salvación tras una existencia azarosa —el proceloso discurrir de la vida de Rimbaud así lo atestigua— sea la propia interioridad; este limitado, o quién sabe si desbordante, castillo interior, la morada de la conciencia que nos habita o que habitamos, repleta de un contenido multiforme, quizás infinito.
¡Qué extraño resulta escribir si no ha ocurrido nada, salvo este lento trasiego de los días idénticos! Más extraño aún si se aprovecha para hacerlo sobre la propia conciencia. Este bucle nos caracteriza, y en él en ocasiones nos vemos enredados, sin posible escapatoria. Circunstancia esta que nos convierte, según algunos, en seres metafísicos, mientras que otros (entre ellos Pinker) retraen la conciencia a la simple actividad de la mecánica cerebral convertida en pensamiento. En todo caso, lo curioso es que se posea esta capacidad para sobrevolar el reducido ámbito de nuestras cabezas y comprobar que éstas se insertan, como indistinguibles árboles en el interior de un bosque, en un modo de proceder que concede al mundo características ilimitadas. No otra es la intención de la escritura: sobrevolar siempre, aun cuando aquello sobre lo que se escribe nos remita a un ambiente demasiado inmediato, grosero, incluso sórdido. Siempre la necesidad de decir, de decirse uno mismo y decirlo al mundo, junto a la tenacidad secular de hacerlo con belleza, como en un intento de saltar por encima del tiempo.
No diré ni palabra ni en nada pensaré. / Pero el amor inmenso trepará hasta mi alma / e iré lejos, muy lejos, lo mismo que el bohemio / feliz, por esos mundos, como con una amada, dejó escrito el ardiente jovencito de Charleville con solo dieciseis años. ¡Cómo atinó en aquellos juveniles versos sobre la que habría de ser su vida apenas dos décadas más tarde! Él ejemplifica, casi como ningún otro escritor en la historia, la llamarada propia de la genialidad, tan refulgente como breve, tan descarnada y tan al margen de las convenciones sociales ("El temporal bendijo mis vigilias marítimas"). Ninguna soledad como la suya, ninguna tan desprovista de vana emotividad, tan esencial, podríamos decir, enfrentada a un universo de múltiples y variadas fulguraciones, astros, mares, profundidades... Se tenía a si mismo, y es de suponer que todo lo demás, incluido el mundo, le era innecesario. Vino a iluminar un instante para desaparecer a continuación, y el fogonazo que dejó aún perdura, incomprensible, en nuestros ojos deslumbrados. ¿Qué pobre luz dejaremos de nosotros mismos? ¿De qué modo será posible iluminar la ya de por si sombría rutina? Escribir de uno mismo, al calor de la propia conciencia da, en mi caso, para muy poco. Inútilmente vago con palabras de otros, con la conciencia acrecentada de escritores a los que nunca será posible dar alcance y que agravan con su sola presencia la imposibilidad de justificar una vida alicorta con el extraordinario don de la escritura.


miércoles, 18 de junio de 2014

ESPEJO




El espejo es un fiel amigo que nos conoce como somos y que nos consuela haciéndonos creer lo que no somos.


jueves, 5 de junio de 2014