Después de bajar a los infiernos, o lo que es lo mismo, después de comprobar que sobre nuestras cabezas no hay sino un cielo vacío, la escasa alternativa que se nos presenta es aterradora. Del terror habla "El hombre rebelde", de la continuada búsqueda de unidad y de justicia del hombre contemporáneo cuando ya ha logrado deshacer su vínculo metafísico, y cuya salida es sólo la crueldad y el crimen. Su justificación racional es lo pavoroso, buscándole así un sentido a partir de la deificación de la razón, de la historia o de la voluntad general. Da la sensación, pues, de que el hombre no dejará de sustituir unos altares por otros, convenientemente protegidos por su correspondiente cuerpo policial. Tal vez el corolario de todo ello sea la conciencia dolorida del hombre, su paradójica condición nunca asumida del todo, su lucidez arrebatada como el fuego de los dioses, cuya esencia es el reconocimiento mutuo y, con él, la tendencia a la universalidad.
Rara es la virtud de un hombre cuyo prestigio no ha decaído con el tiempo. Ese es el caso de Albert Camus, cuya lucidez se vio cercenada de forma prematura. Sin embargo, su fulgor es tan brillante que ciega al mirarse de frente. Y continúa haciéndolo.
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