
Quien no cumpla con algunas condiciones ineludibles (tecnológicas para más señas) no será un hijo de su tiempo. Internet es una de ellas. Quién sabe si la más importante. De vez en vez, uno se zambulle como un cetáceo en sus procelosas pero bien conocidas aguas. Sin profundizar nunca demasiado (acaso sea esa la característica más distintiva de un invento que acabará tildándose de "revolucionario"). Lo que a uno le intriga más, y hasta le fascina, será comprobar si los resultados cambiarán la faz del mundo según el principio darwinista de que la función crea el órgano. Por de pronto, continuamos imitando sobre la pantalla lo que viene repitiéndose durante milenios en la vida: la búsqueda del calor de los correligionarios o la brega que nos procuran algunos escarceos inútiles que sólo alimentan nuestro orgullo siempre malherido; el íntimo paseo en pos de hallazgos deslumbrantes, o la simple confirmación de nuestra pequeñez por la triste comparación con la inmensidad de lo nimio. Y siempre el dato preciso, la comprobación inmediata, la apabullante información como una variante de la angustia.
A saber si ya ha nacido una nueva especie acostumbrada a mirar hacia abajo con tal de no hacerlo hacia adentro.
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