Transcurrida ya la Navidad, se puede decir que, una vez más, ha tenido lugar el gran acto de la Redención. Por mejor decir, el comienzo de la misma. Y una vez más, cualquiera se ve sometido a la perplejidad que produce humillar a la razón ante tamaña grandeza. Este es el primer obstáculo —y no es poca cosa— para dejarse aniquilar por la consiguiente alegría que habría de invadirnos. O sea, que casi nunca pensamiento y sentimiento están a la altura de tan amantísimo acto. ¿Cómo estarlo?
De ahí que, en dos ocasiones, haya tenido la oportunidad de leer a dos prestigiosas periodistas quejándose apesadumbradas ante la inminencia de las fechas navideñas; ambas mostraban por igual su desconcierto recurriendo a la imagen de una inminencia avalanzándose sin aviso previo sobre ellas, con ánimo de aplastarlas.
Cómo me hubiera gustado responderles a modo de greguería: "La Navidad es un bálsamo, no un hipopótamo".
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