ADORACIÓN
(Leonardo da Vinci, "La Adoración de los Reyes", 1481-1482)
Es vórtice el Misterio indescifrable,
centrípeto fragor a cuyo centro
—origen de la luz, oscuro punto—
se imanta lo visible, forzado por la inercia
a verse reducido a pura nada.
Mas renuente en razón de la ceguera,
me acerco hasta su fuerza irresistible,
libera toda carne de su espanto,
se anima este muñeco hecho de paja
con yesca esperanzada y loco empeño:
vaciarme de inútil bagaje innecesario.
Me permito inclinarme
de un modo diferente a como suelo
cuando postro y claudico ante ídolos falsos
mi fe marchita y rota y, por su afán, desmedida.
Si la fuerza de un gesto pudiera
dotar de realidad lo que sueño parece,
y de entre los naufragios rescatar
el oro al que aspiramos,
un hálito humilde, un fuego pálido,
una púrpura rosa que alimente
el triste osario de los días postreros,
y que al fondo de mí otro yo iluminara,
en su hondo proceder me prendería,
embriagado el mirar con pura luz,
por fuego traspasado, erradicada sombra.
Bien lo sabes que quiero, que te acepto
como suave dogal
de la Historia y sus míseros resortes
hasta el definitivo advenimiento,
terrible apoteosis que la razón no alcanza,
postrándome ante Ti, belleza última,
para besar tus plantas, humillado,
y tragarme la tierra que morosa se acerca
—la que asolaste un día de encarnadura indócil—
con la artera intención de cobrarse mi tiempo
recubriendo mis cuencas con su polvo,
abriendo la mandíbula en un grito
que feroz se abandona de su hueco.
Engaño es el tiempo que se habita
y en aleve ceniza desemboca.
Tú eres eje, bastión, caro alimento,
descenso a la raíz de toda tacha
desde el puro vacío del instante
al fondo de su luz y su sentido,
y allí es donde nos quieres, dádiva humilde y última,
desnudos de algoritmos y sin nombre,
pródigos de un amor que no se alcanza
si no es con ese ardor, ese denuedo
que al océano infunde el oleaje,
al corazón su pálpito obstinado.
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