sábado, 28 de febrero de 2009


ADORACIÓN
(Leonardo da Vinci, "La Adoración de los Reyes", 1481-1482)




Es vórtice el Misterio indescifrable,
centrípeto fragor a cuyo centro
—origen de la luz, oscuro punto—
se imanta lo visible, forzado por la inercia
a verse reducido a pura nada.
Mas renuente en razón de la ceguera,
me acerco hasta su fuerza irresistible,
libera toda carne de su espanto,
se anima este muñeco hecho de paja
con yesca esperanzada y loco empeño:
vaciarme de inútil bagaje innecesario.

Me permito inclinarme
de un modo diferente a como suelo
cuando postro y claudico ante ídolos falsos
mi fe marchita y rota y, por su afán, desmedida.
Si la fuerza de un gesto pudiera
dotar de realidad lo que sueño parece,
y de entre los naufragios rescatar
el oro al que aspiramos,
un hálito humilde, un fuego pálido,
una púrpura rosa que alimente
el triste osario de los días postreros,
y que al fondo de mí otro yo iluminara,
en su hondo proceder me prendería,
embriagado el mirar con pura luz,
por fuego traspasado, erradicada sombra.

Bien lo sabes que quiero, que te acepto
como suave dogal
de la Historia y sus míseros resortes
hasta el definitivo advenimiento,
terrible apoteosis que la razón no alcanza,
postrándome ante Ti, belleza última,
para besar tus plantas, humillado,
y tragarme la tierra que morosa se acerca
—la que asolaste un día de encarnadura indócil—
con la artera intención de cobrarse mi tiempo
recubriendo mis cuencas con su polvo,
abriendo la mandíbula en un grito
que feroz se abandona de su hueco.

Engaño es el tiempo que se habita
y en aleve ceniza desemboca.
Tú eres eje, bastión, caro alimento,
descenso a la raíz de toda tacha
desde el puro vacío del instante
al fondo de su luz y su sentido,
y allí es donde nos quieres, dádiva humilde y última,
desnudos de algoritmos y sin nombre,
pródigos de un amor que no se alcanza
si no es con ese ardor, ese denuedo
que al océano infunde el oleaje,
al corazón su pálpito obstinado.


viernes, 13 de febrero de 2009

BÁLSAMO DE LOS DÍAS NEVADOS

Poco más se dirá de la nieve que no se haya dicho ya, y a duras penas podrán abrirse paso las palabras por entre lo que en sí misma contiene: el don de su silencio, su apariencia de piedad que, de cuando en vez, se cita con el mundo con tal de aplacar inútilmente su dolor...
Nada más ponerme a escribir en días así, lo que me apetece —y siempre acabo haciendo— es dedicarme a la pura y simple contemplación, apartando las cortinas y deleitándome con el esplendor de los copos que planean como retales descartados de un plumaje ignoto, misterioso, demasiado elevado para nuestro pobre entendimiento. 
Sin llegar tan alto, a uno le sorprende la lejanía de los gritos y las risas infantiles, como si con cada nevada nos fuésemos alejando un poco más de aquellos años dorados; así como el mapa azaroso que las huellas de unos pasos sin dueño trazan sobre el blanco organdí que cubre las aceras sin dirección aparente, y que nos habla de la trivialidad de todo afán humano.
A Gabriel, el inolvidable protagonista de "Los muertos" de Joyce, la nieve que ve caer, oblicua, a través de la ventana, se le clava dolorosamente después de comprobar que para su mujer él nunca significará lo que en su día significó para ella el bueno de Michael Furey. Mientras duerme, ajena ya a su doloroso recuerdo, doblemente alejada de su esposo, asistimos al nacimiento del dolor de Gabriel mientras descubre que la vida resulta inútil sin el deslumbramiento de un amor verdadero. Es la nieve la que marca la cadencia de sus reflexiones, la que atestigua la apertura de la herida y la que mansamente cubre con su misericordia la pesadumbre de los vivos, el eterno sueño de los muertos. 

 




miércoles, 4 de febrero de 2009



SUTILES EXAGERACIONES

Algo hay en mi carácter que me hace caer en la exageración. Aun reconociendo que no es buena consejera para ejercer razonablemente cualquier análisis, al menos propicia suculentas posibilidades ante una realidad por definición demasiado mostrenca. Lo que no acierto muy bien es a saber si la exageración es una prolongación de la naturaleza mostrenca de la realidad, o si resulta que el mostrenco soy yo.
De sopetón solemos darnos cuenta de lo áspero de la realidad. No existe otro modo. Por eso, la mejor forma de abordarla es dando rodeos, eludiendo tropiezos innecesarios, sopesando cuál será su flanco más desprotegido con la intención de encararla con algunas posibilidades de éxito. Cuestión de estrategia, de puro y simple cálculo. Supongo que cuestión de carácter, además.
Desconozco si la política se ejerce con carácter o con estrategia, o si se trata de la suma de ambos, y de muchas otras cosas más, necesarias sin duda para la gestión de la "cosa pública", que es algo así como la ruda realidad al fin domesticada para tranquilidad del común o pueblo llano. Y nada sosiega más al pueblo que comprobar que sus gestores le tienen en cuenta con la sola intención de solucionar sus muchos problemas, mientras le pasan el brazo por encima del hombro y, dirigiéndose a él, le tutean. Intuyo, como exagerado que soy, que algo hay de estrategia en tan cercana familiaridad, y que, lejos de sentirnos intimidados —como cuando un desconocido nos aborda en plena calle, lo mismo da si es para preguntarnos por una dirección o para sisarnos el euro necesario para alcanzar la felicidad momentánea de ese día—, lejos de incomodarnos, digo, nos dejamos agasajar gustosamente por quienes saben conducirnos con mano diestra, tirando sabiamente de las riendas.
El otro día, después de tropezarme con una afirmación contundente, supuse que los políticos habían echado mano del carácter más que de la estrategia, aunque bien pudiera ser que la estrategia consistiera en demostrar el carácter. Un lío. Lo cierto, en todo caso, era no parecer ambiguos ni dar la impresión de que se flaquea en la lucha contra el maltrato a las mujeres; había que fomentar, ya de paso, la conciencia social de la muchachada adolescente, además de despertar su innata creatividad. Nada más apropiado para tan altos fines, aparte de para llamar su atención, por lo demás dispersa y dulcemente atormentada, que el empleo de su propia jerga. El pretexto era un concurso de cortometrajes cuyo lema llamó de lejos mi atención, soltándome a la cara, y sin cortarse un solo pelo, que "el amor no es la ostia". Así. Sin que pareciese venir a cuento, con la jactancia torpe y candorosamente desmedida del jovenzuelo enfrentado con el mundo, que para hacerse notar precisa del puñetazo en la mesa o del desaire de un portazo. Lo sorprendente fue que ese grito, esa impostura, sólo parecía haberlo escuchado yo, la trucada soberbia que destilaba el complemento directo, directísimo, tan sólo la habían advertido mis ojos, y hasta me dejé invadir por cierta ternura nacida de la identificación: ¿no me reconocía a mí mismo en semejante alegato? ¿me habría vuelto demasiado escrupuloso? ¿no estaba acaso de acuerdo con el mensaje? ¿no se dirigía a mí la agrupación política convocante mientras su cálculo y la buena intención pasaban amigablemente su brazo por mis hombros? ¿no era yo, en aquel momento al menos, un adolescente más, iracundo pero desprendido, arrogante pero sumiso?
De haber contado con la edad requerida, tal vez hubiera ganado el concurso. Por momentos me dio la impresión de que habría sido el único participante, pues los pipiolos a quienes se dirigía parecían estar en otras cosas, en esas cuitas tan suyas que hoy les parecen densas e inabordables, como una cordillera a una oruga. Concluí que desconocen las virtudes de la estrategia. A continuación incurrí en la contradicción de creer que ni falta les hacía conocerlas. Supongo que fue el incesante trasiego por delante del cartel anunciador lo que les impidió escuchar el grito que éste les lanzaba, sin que pudiesen atisbar la polisemia del artificio en ese no pintado de otro color, ni el guiño cómplice de eludir la hache en la palabreja final con tal de que ésta sonase más vehemente, más subversiva si cabe, más cercana al espíritu transgresor de los chicos, que no contemplan las reglas de ortografía sino como la imposición del carácter, autoritario, se entiende.
Lástima por mí y por ellos. En estos momentos presumiría de haber obtenido el único premio de mi vida con el que adecentar mi triste y magro currículum, aparte de contar con una esplendorosa cámara fotográfica digital. Cuánto más, no obstante, habrían ganado ellos, los hermosos y sombríos adolescentes, si hubiesen atendido a la llamada sutil de quienes perseveran en proteger nuestras conciencias de la intrínseca crudeza de lo real.