jueves, 24 de noviembre de 2011

Mirar hacia abajo


Quien no cumpla con algunas condiciones ineludibles (tecnológicas para más señas) no será un hijo de su tiempo. Internet es una de ellas. Quién sabe si la más importante. De vez en vez, uno se zambulle como un cetáceo en sus procelosas pero bien conocidas aguas. Sin profundizar nunca demasiado (acaso sea esa la característica más distintiva de un invento que acabará tildándose de "revolucionario"). Lo que a uno le intriga más, y hasta le fascina, será comprobar si los resultados cambiarán la faz del mundo según el principio darwinista de que la función crea el órgano. Por de pronto, continuamos imitando sobre la pantalla lo que viene repitiéndose durante milenios en la vida: la búsqueda del calor de los correligionarios o la brega que nos procuran algunos escarceos inútiles que sólo alimentan nuestro orgullo siempre malherido; el íntimo paseo en pos de hallazgos deslumbrantes, o la simple confirmación de nuestra pequeñez por la triste comparación con la inmensidad de lo nimio. Y siempre el dato preciso, la comprobación inmediata, la apabullante información como una variante de la angustia.
A saber si ya ha nacido una nueva especie acostumbrada a mirar hacia abajo con tal de no hacerlo hacia adentro.


miércoles, 16 de noviembre de 2011

¡Ay, lo que ha dicho!



Citando de memoria a Nicolás Gómez Dávila:

Cuando volvemos la vista atrás para observar las grandes civilizaciones, cualquiera que conozca al hombre siente menos admiración que sorpresa.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El tiempo, aquel gran destructor...


Pocos habrían aventurado, en pleno esplendor de la civilización, que algunos siglos o milenios más tarde todo acabase reducido a cenizas. Al menos, a la vida colectiva le está reservado el honor de culminarse con la solemnidad de unas ruinas que dulcemente se dejan adornar por el ímpetu de la vegetación y por el paseo triunfal del silencio. Otra cosa es el olvido, y este es el negociado al que estamos adscritos la inmensa mayoría de los mortales. En el ínterin, todo parece eterno; y ningún tiempo como el presente para resignarnos a una sucesión indolora de momentos carentes, eso sí, de toda esperanza. Evoca Valéry Larbaud al final de "Fermina Márquez" —quizá fueran otros tiempos— este sucederse de los actores delante de un escenario que siempre permanece: "¡Qué cosa tan fantástica es el tiempo! No ha cambiado nada; hay algo más de polvo en los pupitres, y se acabó".
Me quedo, no obstante, con la frase de Miguel Aranguren leída en una de sus últimas entrevistas: "Me sobrecoge que sabiendo que nuestra existencia es limitada y breve, uno se pille los dedos en tantas miserias".


viernes, 4 de noviembre de 2011

Primer deslumbramiento


"No dábamos con palabras que pudieran expresar su hermosura, o, por mejor decir, sólo encontrábamos palabras insulsas que no querían decir nada; versos de madrigal: ojos de terciopelo, ramo de flores, etc. ¡Su talle de dieciséis años tenía al mismo tiempo tanta esbeltez, tal firmeza!; y las caderas en que se asentaba aquel talle, ¿no podían ser comparadas a una guirnalda triunfal? Y el andar seguro, cadencioso, indicaba, en aquella criatura deslumbradora, conciencia de dar ornato al mundo por donde caminaba... En verdad, traía al pensamiento las venturas todas de la vida".

(LARBAUD, Valéry, "Fermina Márquez", Espasa Calpe, 1945)