miércoles, 4 de febrero de 2009



SUTILES EXAGERACIONES

Algo hay en mi carácter que me hace caer en la exageración. Aun reconociendo que no es buena consejera para ejercer razonablemente cualquier análisis, al menos propicia suculentas posibilidades ante una realidad por definición demasiado mostrenca. Lo que no acierto muy bien es a saber si la exageración es una prolongación de la naturaleza mostrenca de la realidad, o si resulta que el mostrenco soy yo.
De sopetón solemos darnos cuenta de lo áspero de la realidad. No existe otro modo. Por eso, la mejor forma de abordarla es dando rodeos, eludiendo tropiezos innecesarios, sopesando cuál será su flanco más desprotegido con la intención de encararla con algunas posibilidades de éxito. Cuestión de estrategia, de puro y simple cálculo. Supongo que cuestión de carácter, además.
Desconozco si la política se ejerce con carácter o con estrategia, o si se trata de la suma de ambos, y de muchas otras cosas más, necesarias sin duda para la gestión de la "cosa pública", que es algo así como la ruda realidad al fin domesticada para tranquilidad del común o pueblo llano. Y nada sosiega más al pueblo que comprobar que sus gestores le tienen en cuenta con la sola intención de solucionar sus muchos problemas, mientras le pasan el brazo por encima del hombro y, dirigiéndose a él, le tutean. Intuyo, como exagerado que soy, que algo hay de estrategia en tan cercana familiaridad, y que, lejos de sentirnos intimidados —como cuando un desconocido nos aborda en plena calle, lo mismo da si es para preguntarnos por una dirección o para sisarnos el euro necesario para alcanzar la felicidad momentánea de ese día—, lejos de incomodarnos, digo, nos dejamos agasajar gustosamente por quienes saben conducirnos con mano diestra, tirando sabiamente de las riendas.
El otro día, después de tropezarme con una afirmación contundente, supuse que los políticos habían echado mano del carácter más que de la estrategia, aunque bien pudiera ser que la estrategia consistiera en demostrar el carácter. Un lío. Lo cierto, en todo caso, era no parecer ambiguos ni dar la impresión de que se flaquea en la lucha contra el maltrato a las mujeres; había que fomentar, ya de paso, la conciencia social de la muchachada adolescente, además de despertar su innata creatividad. Nada más apropiado para tan altos fines, aparte de para llamar su atención, por lo demás dispersa y dulcemente atormentada, que el empleo de su propia jerga. El pretexto era un concurso de cortometrajes cuyo lema llamó de lejos mi atención, soltándome a la cara, y sin cortarse un solo pelo, que "el amor no es la ostia". Así. Sin que pareciese venir a cuento, con la jactancia torpe y candorosamente desmedida del jovenzuelo enfrentado con el mundo, que para hacerse notar precisa del puñetazo en la mesa o del desaire de un portazo. Lo sorprendente fue que ese grito, esa impostura, sólo parecía haberlo escuchado yo, la trucada soberbia que destilaba el complemento directo, directísimo, tan sólo la habían advertido mis ojos, y hasta me dejé invadir por cierta ternura nacida de la identificación: ¿no me reconocía a mí mismo en semejante alegato? ¿me habría vuelto demasiado escrupuloso? ¿no estaba acaso de acuerdo con el mensaje? ¿no se dirigía a mí la agrupación política convocante mientras su cálculo y la buena intención pasaban amigablemente su brazo por mis hombros? ¿no era yo, en aquel momento al menos, un adolescente más, iracundo pero desprendido, arrogante pero sumiso?
De haber contado con la edad requerida, tal vez hubiera ganado el concurso. Por momentos me dio la impresión de que habría sido el único participante, pues los pipiolos a quienes se dirigía parecían estar en otras cosas, en esas cuitas tan suyas que hoy les parecen densas e inabordables, como una cordillera a una oruga. Concluí que desconocen las virtudes de la estrategia. A continuación incurrí en la contradicción de creer que ni falta les hacía conocerlas. Supongo que fue el incesante trasiego por delante del cartel anunciador lo que les impidió escuchar el grito que éste les lanzaba, sin que pudiesen atisbar la polisemia del artificio en ese no pintado de otro color, ni el guiño cómplice de eludir la hache en la palabreja final con tal de que ésta sonase más vehemente, más subversiva si cabe, más cercana al espíritu transgresor de los chicos, que no contemplan las reglas de ortografía sino como la imposición del carácter, autoritario, se entiende.
Lástima por mí y por ellos. En estos momentos presumiría de haber obtenido el único premio de mi vida con el que adecentar mi triste y magro currículum, aparte de contar con una esplendorosa cámara fotográfica digital. Cuánto más, no obstante, habrían ganado ellos, los hermosos y sombríos adolescentes, si hubiesen atendido a la llamada sutil de quienes perseveran en proteger nuestras conciencias de la intrínseca crudeza de lo real.


5 comentarios:

Eduardo Arias dijo...

Mira; hoy no, monín. Hoy va a ser que no. Eso sí, digámoslo sin faltas de ortografía que destacar, que para eso no tenemos la desgracia ni la suerte de adolecer de adolescencia.

Andrei Rublev dijo...

Mejor que los guardianes de la conciencia no digan gran cosa, y si han de decirla, que no utilicen el estilo publicitario, ni las mandangas políticamente correctas.
Estilo escueto, austero, notarial incluso, tipo bando municipal. En pocas palabras: que se callen. Yo estoy hasta los cohones (para que suene más suave, y por las haches que falten desde que el mundo es mundo).

Olga Bernad dijo...

Como frase publicitaria es un compendio de virtudes: forma, color, ingenio, falta de ortografía que atrapa la vista y te detiene delante del cartel atrapándote con la sorpresa (o la duda) brevedad, sencillez, contundencia, reelaboración de una frase hecha que, por tanto, se queda en la memoria con más facilidad... pero eso da igual, la cuestión es que es verdad: el amor no es la hostia.
He tardado a escribirle porque le notaba yo como "hasta los cohones" y, aunque en general sobran los motivos...
Un beso, Arsenio.

Andrei Rublev dijo...

¡Cielo santo, leído de su propia pluma mi "gonádica" expresión suena a vil asesinato, a indignación que no es posible aplacar! Lo cierto es que no es para tanto, tan sólo me acostumbro a escribir cualquier cosa a partir de cualquier cosa. Raro e inútil oficio, pues. Qué satisfacción comprobar que algunos fieles lo son tanto que hasta tienen la paciencia de leer mis largas, muy largas, estupideces. Gracias, como siempre, Olga : )

Olga Bernad dijo...

Pero yo lo que me preguntaba era el porqué de ese desprecio a la venenosa seducción de los trucos publicitarios y políticos, cuando al menos esta vez la frase final es cierta (e ingeniosa, insisto). Lo soportamos para autoconvencernos - si lo hacemos- de que las mujeres de hoy debemos oler a chicle de melón(lo siento, desde que he aprendido a enlazar estoy imposible:-), para dar nuestro voto... y justo esa campaña es la que "glosas", ¿por qué?
Y mi concepto de fidelidad es antiguo: me voy a leer incluso la siguiente entrada, que conste:-)