lunes, 5 de octubre de 2009


[y III]

Suena a tópico, pero era la mañana de un domingo con sol y estábamos sentados en un ángulo elevado de la plaza. R., más sabio, se embelesaba con los brillos ondulantes del agua, atento al rumor que producía la fuente a nuestros pies. Por distintos caminos, ambos habíamos llegado a la felicidad: la suya, impecable en su perfección, brillaba en la inmediatez del instante; por mi parte, sabiendo que todos fuimos alguna vez felices y perfectos, no lograba evitarle a la mirada esa melancolía convertida ya en costumbre. Está visto que nunca sirve la simple constatación de que todo es efímero.

2 comentarios:

Eduardo Arias dijo...

Nunca es bastante, cierto, pero ya es un muy buen primer paso, lírico eminente (y pelín indolente).

Andrei Rublev dijo...

...que no insolente.